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A las almas sensibles nos gusta saciar diferentes aspectos de nuestro yo nutriéndonos de cosas cotidianas, las que nos rodean, mucho mejor si además nos inspiran, de ahí la importancia que pueda tener, para algunos entre los que me incluyo, el cine de autor. Tal vez Noche en el museo no nos haga reflexionar sobre la insoportable levedad del ser pero puede arrancarnos unas cuantas risas poniendo el cuentakilómetros mental a cero. He aquí la importancia de saber sacarle el partido a todo (mientras se pueda) y no abusar del ejercicio de nuestro desdén, algo perfectamente aplicable en los dos sentidos. Con el tandem de películas que he visto este fin de semana puedo decir que he conseguido, sin planearlo, una combinación perfecta: un bocata de jamón con tomate, una cerveza con unas olivas, un gin tonicfílmico diría yo. Las dos pelis vienen a ser más rollo ginebra, por las cotas que alcanzan en el dramómetro, pero se complementan bastante bien entre si. Absolutamente desaconsejable verlas el mismo día. Mientras que una fluye, la otra por momentos se detiene, mientras que una permanece con los pies en la tierra, la otra levita. Mientras que una te lo cuenta, la otra te lo muestra. Una se desarrolla entre India y Copenhage y la otra entre Bélgica y Perú.

Sidse Babett Knudsen en una de las escenas

After the wedding, Sussane Bier (2006), es una de esas pelis que arrancan con una trama aparentemente anodina en la que el destino de cuatro personas parece cruzarse por casualidad. Pero nada es casual en esta vida. De nuevo, una oportunidad para constatar que cada vez que se hace un discurso de brindis en Dinamarca sube el pan, véase Celebración. Sin embargo, y a diferencia de la película de Thomas Vinterberg, en ésta se quieren. Atención, todos los actores actúan de forma soberbia.

Mads Mikkelsen en una escena de After the wedding

Es una historia muy humana, desgarradora como la vida misma. La directora disecciona con sutileza cada una de las miradas para que nos pongamos en el pellejo de sus personajes. He dicho que fluye porque es una película bastante lineal, casi sin riesgo narrativo pero que selecciona muy bien sus elipsis y ejercita saludablemente nuestro sobreentendimiento. Preparad los kleenex.

Altiplano, un ejemplo de foco rembrandtiano

Altiplano, Peter Brosens, Jessica Woodworth (2009), es un poema visual, un regalo tremendamente bello que se suspende en el relato de las injusticias que nos infringimos los unos a los otros. Con una Magali Solier que despliega toda la actuación que tal vez algunos echaron en falta en La teta asustada. Lo más bonito de esta película, y también de la anterior, es que existe una dualidad súper diferenciada entre los dos lugares en los que se desarrollan. Si hay algo que, en las dos, caracteriza al país subdesarrollado es cómo conserva su tradición de forma intacta, así como su naïveté, algo mucho más valorable que todas esas cosas materiales de las que nos rodeamos.

Jasmin Tabatabai en Altiplano

Lo cruento es cómo el desconocimiento lleva a todo un pueblo a manipular de forma fetichista un mercurio que brota de la tierra sin darse cuenta de que es lo que les está envenenando. La aparición de este mercurio está ocasionada por la extracción de plata que están llevando a cabo unos holandeses en una mina a pocos kilómetros del lugar. En Altiplano todos los personajes arrastran su propia carga personal. Los que queden compartirán su redención llevando a cuestas a una virgen por la serranía de Arequipa. Mientras tanto, los directores nos ofrecerán momentos de preciosa, pictórica fotografía en los que la narración se horizontaliza dando paso a lo simbólico, con parajes y momentos que rozan lo rulfiano y una calidad visual que conmueve sin necesidad de usar la palabra.

Magali Solier en Altiplano

Por último añadir que la historia que Altiplano ocurrió en la vida real en el año 2000 y que ambas películas han recibido incontables premios que dejo en manos de la curiosidad del lector el placer de descubrir.


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